Menú
La Cazadora de Profecías
 
El Poder del Mago
 
El Más Alto Humano
Introducción de El Poder del Mago

 

ATENCIÓN: ¡Espera a haber acabado el primer libro para leer la introducción del segundo!

 

Introducción

Para los habitantes de aquellas aldeas que salpicaban los escarpados parajes del noroeste de Selbast, la aparición del joven noble de las montañas fue motivo de tanta agitación como si les hubiesen dicho que el mismo rey de Arsilon iba a instalarse en los aledaños. El hecho de que el joven jamás se detuviera a hablar con nadie, que tan sólo dedicara algún saludo con la cabeza a quien se cruzaba con él mientras cabalgaba en su caballo blanco, no hacía más que aumentar las conjeturas y las fábulas sobre su origen y procedencia. Lo cierto era que su presencia no dejaba indiferente a nadie. Y mucho menos a las muchachas de las aldeas, que suspiraban, y a sus padres, que veían en el misterioso aristócrata un medio de arrancar a sus pequeñas de la pobreza.
Era apuesto, eso era innegable. Tenía los cabellos negros, ondulados, peinados al descuido para enmarcar su rostro de facciones perfectas. Pero no había nada en su porte altivo y elegante tan fascinante como sus ojos, grises como la luna entre la niebla. Unos ojos seguros, profundos y penetrantes que jamás se posaban directamente en nadie. Hasta que lo hicieron en Idaira. La hija del ebanista contaba entonces con 17 años y una belleza inusual entre los Bajos humanos. Era el tesoro de su padre, que había quedado viudo, su único y precioso motivo de orgullo. Sin embargo, cuando el joven noble detuvo inesperadamente el caballo para quedarse mirando a Idaira, el carpintero deseó de pronto que la hermosura de su hija jamás hubiese destacado tanto.
Desde que hablara con Idaira por primera vez, el joven acrecentó la frecuencia de sus visitas a la aldea. A veces dejaba a su caballo pastar libremente para sentarse a hablar con la joven, otras veces tan sólo se detenía el tiempo justo para entregarle un ramo de flores nunca vistas en aquel lugar. Dos meses después ya todos felicitaban al carpintero por la buena suerte de su hija, pero cada vez que alguien le preguntaba cuándo la iba a casar, el artesano sentía que un escalofrío le recorría la espina dorsal. Porque pese a toda la galantería que desplegaba el notable pretendiente de su hija, pese a toda su elegancia, el padre no dejaba de percatarse de que en las miradas que dirigía a Idaira había algo más que amor. Algo que ponía en peligro su vida, algo voraz.
Poco tiempo después, cuando el verano doraba los campos con su luz intensa y cálida, Idaira se acercó a su padre con el paso inseguro y apremiante de quien teme ceder y dar marcha atrás. Su rostro estaba contraído por la angustia, su mirada llena de pena, y se apretaba el chal alrededor del cuello como si el viento se hubiese levantado glacial.
- Padre – dijo con dulzura -, me marcho.
Mientras su más arraigado temor se hacía realidad, el carpintero escuchó en silencio cómo su hija le explicaba que se iba con el noble a las montañas, que viviría con él el resto de sus días, que aquello sería, pese a la pena de dejar a su padre, lo que le aportaría la verdadera felicidad. Idaira le hablaba con una sonrisa dulce mientras sus ojos se anegaban de lágrimas.
- Seré feliz, padre. Muy feliz… mientras viva.
El carpintero, tembloroso, no pudo hacer otra cosa que permitirle marchar. La vio subir al hermoso caballo blanco mientras el instinto le decía que, si la dejaba alejarse, no volvería a verla jamás.
Idaira nunca volvió, y el apuesto noble tampoco cabalgó de nuevo por las afueras de la aldea. Y el paso del tiempo, poco a poco, suavizó la pena del solitario carpintero y atenuó la sensación de que algo extraño y sombrío, maligno, había perturbado su vida.
Quince años después, cuando ya nadie recordaba que un joven misterioso se había llevado a la bella hija del carpintero, los chismorreos volvieron a todas las aldeas vecinas. ¿Quién era aquella hermosa mujer a quien se veía cabalgar a veces por el bosque? ¿Era un espíritu, una elfa, o era una doncella de verdad, salida de algún lejano castillo? El día en que la joven llegó a su aldea, el viejo artesano sintió que su corazón se desgarraba como si alguien le hubiese clavado un puñal. Aquella joven de porte altivo que montaba un caballo blanco era el ser más hermoso que jamás hubiera visto, pero le provocó un zumbido de pánico. La esbelta joven tenía unos cabellos negros, largos, que hacían destacar la nívea palidez de su rostro de alabastro. Sus manos finas acariciaban con placer las crines del caballo mientras se mantenía ajena a la fascinación que despertaba a su alrededor.
Sólo la mirada de uno de los aldeanos consiguió despertar su curiosidad. Cuando la joven posó en él sus ojos grandes y grises como la luz de la luna llena, ya nada hizo dudar al carpintero de que veía en ella algo aterradoramente familiar. Se sintió clavado en el suelo mientras la mujer se le acercaba, despacio y sonriente.
- ¿Por qué me miras de esa forma, carpintero? – le preguntó desde lo alto de su caballo blanco -. No me admiras como lo hacen todos, tus sentimientos van mucho más allá. Siento turbulencia y agitación en los latidos de tu pecho.
- Me recordáis a alguien a quien conocí hace ya mucho tiempo, señora – respondió el hombre -. Alguien cuyo recuerdo nunca se borrará de mi corazón desgarrado.
- ¡Ah, entiendo! - dijo la joven esbozando una sonrisa inquietante en sus labios encarnados -. Entonces debiste conocer a mi querido hermano pequeño.
- ¿Vuestro hermano menor, señora? – repitió el carpintero presa de aquel temor ya olvidado -. Vos sois muy joven, y él también lo era cuando le conocí. Y de eso hace ya mucho tiempo.
Pero la joven ya no le escuchaba. Su mirada penetrante se había posado en Brandon, el joven escultor del pueblo, que como cada tarde estaba sentado a la puerta del taller modelando una figurita de alabastro. Sintiendo que la fatalidad rondaba de nuevo en torno a su pequeño mundo, el carpintero vio impotente cómo la dama se acercaba hasta él para admirar su obra. Minutos después el escultor le regalaba su figurita, y poco más tarde le hacía entrega de su corazón; pasadas sólo unas semanas, también Brandon desaparecía de la aldea sin dejar rastro.
Empujado por el dolor y la necesidad de saber, consciente de ser el único que veía la presencia del mal en aquellas desapariciones, el viejo carpintero hizo un macuto con unas pocas provisiones, se calzó las botas de piel y se lanzó a recorrer las montañas. Tras buscar durante días, descubrió un fastuoso e imponente castillo, solitario, encaramado a un precipicio como un dragón que observase el mundo. Celebrando y temiendo a la vez su éxito, despojado por el apremio de toda prudencia, el ebanista se acercó a las grandes verjas que servían de entrada a aquel recinto inmenso. Allí, agarrado a los barrotes de la verja, el viejo tallador sintió que todo su mundo se venía abajo. Porque a lo lejos, entre los macizos de flores que se extendían al otro lado del jardín, estaba el mismo joven noble que una vez se había llevado a su Idaira. El mismo cuerpo esbelto y atlético, los mismos cabellos negros, los mismos ojos penetrantes y grises como luna entre la niebla. Simplemente, el joven no había cambiado nada en aquellos quince años.
Como si hubiese advertido su presencia, el aristócrata levantó la mirada hacia él. Aún desde lejos, aterrado, el viejo carpintero pudo ver que en aquel rostro hermoso se dibujaba una vaga expresión de reconocimiento. El intercambio de miradas duró unos pocos segundos, porque el carpintero, sabiéndose descubierto por el mismo maligno, había echado a correr montaña abajo.

- Nunca volví a verlo – dijo el anciano carpintero que, treinta años después, aún temía que una noche fría aquel ser viniera a buscarlo -. No volvió por aquí jamás, pero estoy seguro de que sigue viviendo en lo alto de aquella montaña, joven todavía. Por eso no deberíais permanecer en este lugar, hermosa dama. Vuestra vida peligraría si os viese. Si os viesen él, o su hermana.
Eyrien, ilusionada para parecer una Alta humana, se abstuvo de comentarle al anciano humano que ella ya conocía a aquel supuesto noble. Bajó la mirada a la madera desgastada de las escaleras del modesto porche en que estaba sentada. Se sentía presa de una mezcla de fascinación y temor, pues al fin, tras dos meses de infructuosa búsqueda, sabía ya dónde encontrar el castillo de Ashzar. Sólo esperaba que su hermana tampoco estuviese en casa.

 


Copyright © Carolina Lozano 2008. Toda la información y los derechos son de Carolina Lozano y carolinalozano.com