Rincones
"El Emperador de todas las Cosas", de Norman Spinrad

  

No me hagáis callar diciendo "esto ya me lo sé", porque si lo hacéis la mitad de la ciencia ficción y como unos dos tercios de la fantasía que hay en los estantes desaparecerían con una explosión de ectoplasma.


Nuestra historia comienza en los límites de la civilización, donde un joven aparentemente normal está sufriendo los tormentos de la angustia adolescente. Sin que lo sepan los patanes que le rodean (y quizá sin que lo sepa él mismo), es, de hecho, el heredero legítimo aunque exiliado del trono del Imperio, o un superhombre mutante de incógnito, o el propietario de poderes mágicos latentes, o un ciberbrujo de tres pares de narices o quizá, sencillamente, un fuera de serie con la espada de doble filo.


Pero las Fuerzas Oscuras están en auge, se está cociendo un Apocalipsis como la copa de un pino entre el Bien y el Mal, y nuestro héroe está destinado por imperativos genéticos, hereditarios o argumentales a ser el campeón de los Ejércitos de la Luz. Unos siniestros personajes merodean por Villaconejos de Abajo buscándolo, y puede que hacia el final del primer capítulo hayan estado cerca de cargárselo.
No tarda en aparecer un forastero procedente de los mundos centrales, un forastero Poseedor de conocimientos avanzados, perspectiva histórica, visión política y la misión de buscar al Enchufado del Destino para entrenarlo y conseguir que se enfrente a Darth Vader en la gran pelea por la corona de peso pesado del universo.
Así comienza la educación errante de nuestro héroe bajo las directrices de Merlín el Mutante. Irá desarrollando sus poderes potenciales en un viaje organizado por la galaxia, e irá abriéndose paso a tortas desde la nada de la que vino en una lenta trayectoria espiral hacia el Trono del Imperio.


Por el camino sufre el desprecio de la Princesa, va acumulando a su alrededor un abigarrado sistema satélite de duros tenientes y sargentos de primera, monta un Ejército del Pueblo, salva a la Princesa de un destino peor que Gor —ganándose su amor de paso—, y por último le revela su Identidad Secreta de legítimo Emperador de Todas las Cosas y la convierte a la causa.
El ejército guerrillero se abre camino luchando hasta Roma, y consigue llegar al Palacio Presidencial tras una batalla de unas sesenta páginas llena de sacrificios y proezas. Pero el Señor Oscuro no ha llegado a convertirse en Maestro del Mal chupándose el dedo, muchachos: el Señor del Mal se mete una herradura en el guante de una mano y un disruptor neurónico en el guante de la otra, y el héroe y él se disputan quince asaltos mano a mano en lucha por el destino del universo.
Pero resulta que el Tío Feo no ha oído hablar de las reglas de boxeo del Marqués de Queensbury: tumba al árbitro sobre la lona y nuestro chico recibe palos durante catorce asaltos, dos minutos y cuarenta segundos. Maloman va muy por delante en las tarjetas de puntuación de los jueces, y además está a punto de noquear al Blanco Chico de la Luz, así que parece que al universo le espera una mala racha de un millón de años.


Pero, justo cuando está en el suelo y a punto de oír el final de la cuenta atrás, sus poderes mágicos entran en acción, la princesa le lanza un besito, Obi Wan Kenobi le recuerda que la Fuerza le acompaña, su intelecto mutante le permite fabricar un lanzarrayos de partículas con mondadientes y clips, y un criado al que una vez salvó la vida le inyecta un chute consistente en 100 mg. de anfetas sagradas.
Nuestro héroe se levanta de la lona a la cuenta de nueve y lanza un inspirado discurso: "Eh, tío —le dice al Villano Definitivo— se te ha desatado el cordón del zapato." Cuando Ming el Implacable baja la vista para comprobarlo, el Héroe del Pueblo le lanza un gancho a la mandíbula que lo saca del cuadrilátero y de la novela, haciéndole volar hasta el segundo libro de la serie.
El bien triunfa sobre el mal, se hace justicia, el héroe se casa con la princesa y se convierte en Emperador de Todas las Cosas, y todo el mundo vive feliz por siempre jamás.... o, por lo menos, hasta que llegue el momento de fabricar la segunda parte.
Suena familiar, ¿no? Los estantes de la ciencia ficción gimen bajo el plúmbeo peso de estas «sagas épicas sobre la lucha entre el Bien y el Mal» fabricadas mediante clonaje, de estos «poderosos héroes» embutidos en trajes espaciales ajustados y suspensorios con remaches de bronce, de estas «trepidantes historias de acción y aventuras». Con un programa medianamente decente de Búsqueda y Sustitución en el ordenador, lo antes expuesto podría servir (y es probable que haya servido) como resumen argumental publicitario de la mayoría de la ciencia ficción que se ha publicado.


Si existiera una fórmula a toda prueba para fabricar basura, sería ésta. Es la ecuación milenaria para el esqueleto argumental de la ciencia ficción comercial, con todas las variantes elevadas hasta el máximo de sus límites teóricos. El personaje con el que identificarse no es simplemente un héroe que inspira simpatía: es la fantasía masturbatoria definitiva, el lector como Emperador del Universo, como Divinidad. Lo que está en juego es nada menos que el destino de la humanidad por los siglos de los siglos, y la princesa siempre tiene el mejor trasero de toda la galaxia. El villano es lo más parecido a Satanás que se puede ser prescindiendo del rabo y los cuernos, no deja de retorcerse el bigote negro mientras se regocija con el tormento de las masas oprimidas, lleva a cabo prácticas sexuales indescriptibles y exprime animalitos encantadores sobre copas de vino para beberse su sangre.
Ah, pero no existe la fórmula a toda prueba para fabricar basura, y ni siquiera el argumento de El Emperador de Todas las Cosas lo es. Cierto, durante un tiempo la aplicación diligente de esta fórmula ha permitido que ejércitos de plumíferos mercenarios fabricaran montañas de fantasías adolescentes para deleite masturbatorio de jovencitos acomplejados por el acné y la timidez; pero, maravilla de maravillas, también es cierto que muchas auténticas obras maestras del género encajan cómodamente dentro de estos parámetros formales.


Dune, Neuromante, El libro del Sol Nuevo, ¡Tigre, tigre!, la mayor parte del ciclo Dorsai de Gordon Dickson, El Señor de los Anillos, Los tres estigmas de Palmer Eldritch, El Señor de la Luz, Nova, La intersección Einstein, las novelas del Mundo del Río de Philip José Farmer, Forastero en tierra extraña, Tres corazones y tres leones, y otras muchas novelas de auténtico valor literario son hermanas entrecubiertas, al menos en términos argumentales, de esta Ur-fórmula primigenia para la acción-aventura.
Y, si a eso vamos, también lo son el Libro del Éxodo, el Nuevo Testamento, el Bhagavad Gita, las leyendas del Rey Arturo, Robin Hood, Sigfrido, Barbarroja y Musashi Murakami, las vidas de Alejandro el Grande, Napoleón, George Washington, Simón Bolívar, Tokugawa Ieyasu, Lawrence de Arabia y Fidel Castro, por no mencionar Una tragedia norteamericana, El conde de Montecristo, David Copperfield, El hombre que podía hacer milagros y Superman.
Por tanto, es obvio que nos enfrentamos a algo más profundo que una simple fórmula de ficción comercial: se trata de una historia arquetípica intercultural que parece surgir del inconsciente colectivo de la especie, presente allí donde se cuenten historias, e incluso hay quienes aseguran que es la historia arquetípica.


En su obra The Hero With a Thousand Faces (El héroe de las mil caras), Joseph Campbell ofrece la explicación probablemente más exhaustiva, sutil, sofisticada y consciente de esta tesis. Es lectura obligatoria para todo el que quiera captar el significado interno, con abundantes precisiones interculturales.
El Héroe de Campbell, al igual que el héroe del Emperador de Todas las Cosas, comienza la historia siendo ingenuo, consigue un mentor y una misión, se abre camino peleando hasta el centro del inframundo, vence en una batalla culminante en la que consigue aquello por lo que había emprendido su viaje, a menudo consigue una princesa, y se alza triunfante como Portador de la Luz.


Puede que no sea la plantilla formal para toda la literatura de ficción, pero desde luego es una de ellas, junto con la tragedia, la odisea picaresca, el romance, la historia del burlador y la farsa de dormitorio.


El Héroe de las Mil Caras es, después de todo, la historia de nosotros mismos, o al menos la historia de nuestras vidas que todos escribiríamos si pudiéramos poner las manos sobre el teclado del Procesador de Textos del Cielo, y por eso los narradores profesionales nos la siguen contando una y otra vez por todo el mundo a lo largo de los milenios, y por eso siempre estamos dispuestos a vivirla indirectamente una vez más.
Y si se cuenta de forma sincera y sin trucos, como ocurre con los fomas de Vonnegut, puede hacemos sentir valientes, fuertes y alegres, y ello puede animarnos a realizar hazañas de valentía espiritual en nuestras propias vidas.


¿Qué debe hacer un auténtico héroe? ¿Conservar el secreto y apropiarse del poder definitivo? ¿Dejarlo en manos de los «responsables» del poder?
El Hombre Corriente transformado en el Portador de la Luz, como el auténtico Bodhisattva, rehuye la cima de la trascendencia ególatra y vuelve al mundo de los hombres no como un avatar de la divinidad, sino como un Hombre Corriente renacido, como avatar democrático del dios que hay en el interior de todos nosotros. Y ésa es la verdadera luz del mundo, no la magnificencia de algún ungido Enchufado del Destino.
Las repúblicas degeneran en imperios, los caminos para conseguir la iluminación en religiones jerarquizadas y los líderes inspirados por una idea en tiranos; y lo mismo le ocurre a la historia del Héroe de las Mil Caras, que tiende a degenerar en la del Emperador de Todas las Cosas, y por razones muy parecidas.


Pero pocos héroes, ficticios o no, rechazan el trono del poder trascendental. Incluso el noble César, republicano de corazón, aceptó la corona del imperio cuando se la ofrecieron por cuarta vez.

 


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